La última tendencia estética no viene del gimnasio ni de la pasarela. Viene del cielo.
En las redes sociales, el “santo moderno” se multiplica entre velos, cruces de plata y frases bíblicas impresas en camisetas. Se llama Christiancore y mezcla espiritualidad, ironía y deseo de pureza. Incluso Rosalía, cuya reciente pintura y la exageración en torno a su próximo álbum LUKS han reavivado el interés por las imágenes católicas, parece haberlo aceptado.
Lo sagrado se ha convertido en tendencia. Y cuando la fe se convierte en un filtro, la línea entre compromiso y desempeño se vuelve borrosa.
Del altar al algoritmo
El término christiancore comenzó a circular en TikTok a mediados de 2023, impulsado por comunidades jóvenes que compartían imágenes de vírgenes, iglesias y frases como “Amado de Dios” o “Enviado del cielo”. Medios como Highsnobiety o Dazed la dedicaron como la “nueva religión estética” del momento: una mezcla de fervor, ironía y búsqueda de autenticidad.
Básicamente, Christiancore convierte los símbolos del cristianismo (velos, cruces, túnicas blancas o frases bíblicas) en un lenguaje visual. Es una forma de espiritualidad estilizada que convierte la fe en una imagen y la devoción en una estética, reflejando el deseo de encontrar significado en un entorno dominado por la apariencia.
No es por casualidad. En un mundo saturado de estímulos, donde cada deseo se convierte en contenido y cada emoción en una historia, Christiancore ofrece una pausa simbólica: un gesto de reflexión visual. Sus protagonistas no llevan religión: llevan significado.
El regreso de lo santo
La fascinación por la religión en la cultura pop no es nueva. Desde la llamada “era católica” del pop -a la que luego se unieron Madonna, Lady Gaga y Rosalía como El mal queer- hasta la exposición Heavenly Bodies de 2018 del Metropolitan Museum, la estética litúrgica ha seducido a diseñadores y artistas.
Todo lo que se vuelve moderno ya lo hacía Madonna en aquel entonces. Instagram
El sociólogo Emile Durkheim definió la religión como un mecanismo que divide el mundo entre lo sagrado y lo profano, un sistema que permite a las sociedades darse significado.
Hoy, esa frontera se diluye: lo sagrado reaparece en forma de estética y lo profano se espiritualiza a través de un algoritmo. Aunque la práctica religiosa institucional se está debilitando, la fe sigue presente en nuevas formas. Según el Pew Research Center (2025), en una muestra de 35 países, una media del 83% de los adultos dice creer en Dios o en un “ser superior”, mientras que la participación en los servicios religiosos regulares suele caer a cifras mucho más bajas: en Europa occidental, por ejemplo, la asistencia semanal apenas alcanza o cae por debajo del 25%. – A nivel global, se estima que el 76% de la población se identifica con una religión, pero sólo una minoría mantiene una práctica activa.
Esta paradoja revela que a medida que la devoción disminuye, la estética de lo sagrado resurge como herencia cultural y recurso simbólico. Su poder visual no es casualidad: la Iglesia ha utilizado el arte durante siglos para enseñar, conmover y transmitir su mensaje. En el Barroco, pintores como Murillo o Zurbarán crearon imágenes capaces de acercar lo divino a lo humano, transformando la fe en una experiencia sensorial a través de la luz, el color y la composición. Como explica el Museo del Prado, la imagen sagrada sirvió para enseñar a una sociedad que apenas sabía leer. Esa tradición visual moldeó la sensibilidad colectiva del catolicismo y está resurgiendo hoy, transformada por la cultura digital: los templos son pantallas, los altares son algoritmos y los símbolos de la fe se reinventan como filtros que prometen significado en un mundo saturado de imágenes.
Max Weber vio la religión como un motor para la racionalización del mundo: una fuerza que daba orden y significado a la vida social. Hoy ocurre exactamente lo contrario: el misterio se convierte en espectáculo. Vivimos en una estetización de lo sagrado, donde lo trascendente se traduce en una imagen, lo espiritual en un estilo, y la fe se muestra, no se practica.
Y, sin embargo, el éxito de Christiankor no habla de cinismo, sino de carencia. Sobre la necesidad de trascendencia en una cultura que ya no sabe parar.
Algoritmo Santa: del ruido a la meditación
En medio de todo el ruido actual -redes, tareas, eventos sociales, crisis, guerras- aparece una estética que busca el silencio: una espiritualidad visual que traduce el cansancio en meditación. Un velo, un crucifijo o la obra blanca de un monje como refugios simbólicos frente al vértigo digital, como si disfrazarse de santo fuera una manera de reconectar con lo esencial.
En este contexto, Rosalía encarna la transición de estrella del pop a figura mística. Sus pinturas recientes -entre monja, musa y penitente- realzadas por la estética anterior a LUKS, no son devociones: son búsquedas. Como ella misma admitió en una entrevista para Radio Noja, le atrae “la idea de vivir en un monasterio, como monja, centrada sólo en crear y encontrar la paz”.
Una afirmación que condensa el espíritu de Christiancore: el deseo de desconexión y sentido en medio de la saturación.
Fe, identidad y mercado
La espiritualidad, sin embargo, también llega al mercado. Dentro del ecosistema central (acrónimo que agrupa subculturas estéticas como cottagecore, balletcore o blockettecore), cada tendencia traduce un estado emocional colectivo. Christiancore simplifica la fe y la convierte en un lenguaje visual: espiritualidad portátil, ponible, accesible y replicable.
Aquí, la religión ya no organiza la vida social, sino que se fragmenta en microexperiencias visuales, donde la fe se estetiza y se consume. La trascendencia se privatiza, la comunidad se desintegra y lo espiritual se vuelve subsidiario.
Como advirtió Pierre Bourdieu, el campo religioso se reconfigura en un campo simbólico: la fe se mide por el capital cultural y la estética reemplaza al dogma.
En la era de la marca personal, el símbolo religioso ya no apunta al cielo, sino a uno mismo. La crucifixión es una adición; santidad, pose. Y la cámara frontal reemplazó al altar. El mercado se ha dado cuenta de que la fe también vende.
Están surgiendo marcas de ropa llamada Faith-based -moda inspirada en la fe- como Dios es una droga o Elevated Faith, que combinan lenguaje evangélico y estética urbana: tipografías góticas, ángeles bordados o frases sobre Dios. La lógica de la caída (la liberación limitada de ropa que genera deseo debido a la escasez) convierte lo divino en un producto.
En palabras de Karl Marx, la religión –y ahora su estética– puede funcionar como una ilusión reconfortante: una forma de espiritualidad al servicio del capital.
Del ruido a la meditación
Pero el Christiancore no es una moda superficial: es un síntoma. Habla de un tiempo que, agotado por la saturación, busca la trascendencia entre pantallas. Numerosos estudios muestran que la Generación Z ha dejado de confiar en las instituciones (políticas, mediáticas y religiosas), pero no ha renunciado al deseo de confiar.
Según el informe “Gen Z & Grievance”, el 58% de los menores de 30 años expresan “niveles moderados o altos de quejas” contra las instituciones, lo que refleja una profunda insatisfacción. Sin embargo, el Springtide Institute señala que más del 70% de los jóvenes se consideran espirituales. Esta brecha entre el descontento y el anhelo explica el surgimiento de lenguajes estéticos como el Christiancore: intentos de vestir el vacío de significado con símbolos que aún prometen redención.
El filósofo Byung-Chul Han lo resumió precisamente en el libro Non-Things: “cuanta más información producimos, menos sentido tenemos. En un mundo saturado de imágenes, la Generación Z busca símbolos que den profundidad al gesto. Lo sagrado se vuelve estético, la fe se vuelve visible y la moda se convierte en un nuevo lenguaje espiritual”.
Rosalie y los seguidores de esta tendencia no llevan religión: llevan significado. Nos recuerdan que, incluso en la era del algoritmo, la belleza y la fe comparten la misma raíz: la búsqueda de significado.
Y tal vez ese sea el punto en el que está la moda hoy en día.
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