Para el director del centro, la mañana fue complicada antes de que cayera la última gota de café en la taza. En la sala de profesores, el ambiente podría cortarse con un cuchillo: desde hace varios años, las expectativas infladas sobre la digitalización de la escuela monopolizan las conversaciones.
Esta vez, sin embargo, el debate no giró en torno al uso de la inteligencia artificial por parte de los estudiantes en sus tareas. La atención se centró en un alumno de segundo de la ESO que logró saltarse las limitaciones de su tableta escolar y acceder a YouTube. La preocupación no era sólo que hubiera visto algunos vídeos inocentes, sino que el simple hecho de violar las medidas de seguridad del dispositivo revelaba una falla grave: si un estudiante podía romper las barreras, también podría quedar expuesto a contenido inapropiado.
El responsable del estudio, acérrimo defensor del proyecto digital, se lamenta señalando la pantalla: “Mira, teníamos todo cerrado: la cámara, la tienda de aplicaciones, el navegador… y luego lo abrieron”. El director era consciente de que el incidente iba más allá de lo técnico: detrás venían expectativas familiares encontradas, un profesorado dividido y una comunidad educativa que aún no tenía claro si la tecnología era una herramienta de aprendizaje, un riesgo… o ambas cosas al mismo tiempo.
Innovación compleja
Esa mañana, la directora asumió algo que le venía rondando por la cabeza desde hacía tiempo: la tableta, ese dispositivo presentado como instrumento de renovación pedagógica, se rebelaba como una fiera difícil de domar. Cuando se utiliza en determinadas actividades pedagógicas, puede resultar fascinante, pero también peligroso para los estudiantes. Los profesores no tardaron en darse cuenta de que la libertad de la bestia debía ser limitada; Con la aprobación del director del estudio, se creó una jaula de contención como respuesta a las incidencias provocadas por su uso.
El discurso que situaba la tableta en el centro del ambicioso proyecto digital de la escuela hace tiempo que desapareció: un dispositivo por alumno, presentado como una forma de adaptar la enseñanza al mundo digital.
El responsable del estudio, uno de los grandes impulsores del proyecto, defendió con auténtica ilusión la digitalización. Imaginé a los estudiantes creando videos, haciendo su propia investigación, colaborando en línea y realizando sus actividades en el aula y en casa en el mismo medio. Además, se presentó la tableta a las familias como una forma de evitar la necesidad de llevar libros de texto entre el colegio y casa. Durante los primeros meses, parte de esa promesa pareció cumplirse entre los profesores más entusiastas y los estudiantes más autodisciplinados y autorregulados.
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Atando y desatando a la “bestia” tecnológica
Sin embargo, el director siempre ha sospechado que la tableta tiene un potencial al mismo tiempo prometedor y problemático. Desde el primer curso, familias y profesores plantearon preocupaciones recurrentes: vídeos tomados sin permiso, capturas de pantalla comprometedoras, constantes interrupciones en el aula, acceso a contenidos inapropiados. Tras cada incidencia, el equipo directivo llamaba al servicio técnico para buscar una solución “definitiva y urgente”.
En respuesta, el centro comenzó a bloquear la cámara, restringir aplicaciones, restringir el acceso a Internet o desactivar funciones básicas del dispositivo. El objetivo era doble: proteger al alumnado y evitar situaciones que pudieran perjudicar la convivencia o la reputación del centro. Pero un control tan cuidadoso tuvo efectos secundarios obvios: las tabletas se redujeron a versiones muy limitadas de lo que se prometió originalmente. En la práctica, la “bestia” tecnológica se ha convertido en un dispositivo domesticado hasta el punto de la ineficiencia, un cordero manso pero ineficaz.
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Los estudiantes, acostumbrados a utilizar libremente sus tabletas en casa, respondieron a las restricciones de forma creativa y con cierta picardía. Todos los días buscaban la manera de “desatar” a la bestia que tenía atada el equipo técnico del colegio. Y así, como en el relato de Penélope, los profesores pasaron horas tejiendo una red de limitaciones tecnológicas, que los alumnos intentaron desenredar cuando abandonaron el centro. Tejiendo y deshaciendo diariamente, perdiendo el tiempo y la paciencia del equipo central. Ese tiempo invertido en herramientas de seguimiento acabó quitándole lo que realmente importa: la relación educativa, la conversación, la atención personalizada.
Protocolo común para centros
El caso de esta escuela no es una excepción, pero sí representativo de las contradicciones y frustraciones que se viven en las aulas con la llegada de las tecnologías digitales. En nuestro reciente trabajo de investigación relacionado con esto, diseñamos un estudio que incorporaba no sólo la visión de todos los miembros de la comunidad educativa (alumnado, profesorado, familias y equipos directivos y pedagógicos), sino también la observación directa en los centros.
Nuestro trabajo se llevó a cabo en dos escuelas secundarias con 536 estudiantes observados. Allí vemos cómo la tensión entre innovación y control recorre toda la vida escolar. Algunos centros deciden prohibir los teléfonos móviles; el segundo, crear una zona sin mamparas; otros apuestan por la digitalización total; y hay quienes deciden reducir la tecnología hasta volverla casi irreconocible.
En la última década, la educación ha oscilado entre el tecnooptimismo y el tecnoescepticismo, dinámica que se ha intensificado con la llegada de la inteligencia artificial generativa, que está irrumpiendo en un ecosistema ya saturado de tensiones.
Herramientas que transforman
En nuestras observaciones vemos que la tecnología crea dificultades porque suele introducirse en la escuela como si fuera un objeto neutro, algo que simplemente se puede utilizar bien o mal.
Pero las herramientas digitales están transformando las relaciones entre profesores, estudiantes y familias. Cambian normas, ritmos, oportunidades laborales y riesgos. Por ello, proponemos regular su uso desde el propio centro educativo y acompañar al profesorado en su capacidad para diseñar actividades donde la tecnología aporte un valor añadido, ya sea para desarrollar habilidades disciplinares o digitales.
Dos ejemplos sencillos: paralizar una tableta (bloquear la cámara, las aplicaciones o determinadas funciones) la reduce a un libro caro, mientras que prohibir el teléfono móvil elimina cualquier posibilidad educativa. Por otro lado, el uso significativo de la tecnología implica integrarla en actividades que agreguen valor: por ejemplo, usar una cámara para documentar un experimento o un teléfono móvil para recopilar y analizar datos en una excursión. La diferencia es clara: el objetivo no es bloquear por defecto, sino dar un propósito pedagógico a las herramientas para el desarrollo de competencias digitales y disciplinares.
No se trata de desterrar, paralizar o domesticar la tecnología, sino de desarrollar habilidades docentes y de gestión que permitan establecer políticas de uso orientadas al desarrollo de competencias: pensamiento computacional, comprensión y análisis de datos, alfabetización informática y capacidad de programación. El objetivo no es formar meros consumidores de tecnología, sino personas capaces de entenderla, crearla y transformarla.
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