De vampiros a vecinos molestos: cómo ha cambiado la forma de asustarnos en el cine

Periodista ANASTACIO ALEGRIA
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El miedo siempre estuvo presente, pero el cine lo convirtió en espectáculo. Desde las primeras proyecciones, el público acudió a las salas para sentir esa liberación controlada de adrenalina.

Cuando Nosferatu (1922) arrojó su sombra, no fue sólo el vampiro lo que hizo estremecer al público: fue la Europa de entreguerras reflejada en una criatura extraña y enferma, una amenaza que venía del exterior para hacer añicos el ya inestable orden social. Desde entonces, cada generación ha encontrado a su cachorro en la pantalla.

Sombras y mutaciones

El terror actúa como un espejo. Los castillos en ruinas y las nieblas góticas de los años 30 no eran simples adornos: representaban un mundo que parecía haberse detenido, mirando hacia atrás con nostalgia y miedo.

Los monstruos de Universal –Drácula (1931), Frankenstein (1931), El hombre lobo (1941)– eran a la vez terroríficos y fascinantes, y encarnaban temores muy contemporáneos: la ciencia salió mal, el cuerpo se enfermó, algo diferente amenazaba lo familiar. La gente entraba al cine buscando escalofríos, pero salía habiendo afrontado, simbólicamente, sus propios miedos.

Fotograma de Frankenstein (James Whale, 1931). Fotos universales

Con el tiempo, la niebla se disipó y el terror empezó a mirar hacia el futuro. Las décadas de posguerra trajeron un nuevo pánico, más tecnológico, más científico. De repente hubo amenazas del espacio exterior o de laboratorios secretos: extraterrestres, mutantes, experimentos fuera de control.

Películas como Ultimatum Earth (1951) y El enigma de otro mundo (1951) capturaron la paranoia de un planeta dividido en bloques, mientras que Mankind in Peril (1954) y Godzilla (1954) dieron forma grotesca a la amenaza nuclear con hormigas gigantes y criaturas nacidas de la radiación. La bomba atómica estaba en la mente de todos, y el cine la canalizó en forma de invasiones, mutaciones y dudas colectivas.

El enemigo está en casa.

El miedo más inquietante aún estaba por llegar: uno que no dependiera de criaturas sobrenaturales.

Cuando Alfred Hitchcock estrenó Psicosis (1960), el público descubrió que el peligro podía estar al lado. Norman Bates era un hombre normal, tímido y amable. No necesitaba colmillos ni garras para matar. De esta manera, se reflejó la incertidumbre de una época marcada por los cambios sociales y la erosión de la confianza en las instituciones: la década de 1960 trajo consigo tensiones urbanas, movimientos sociales y la sensación de que una amenaza podía provenir de un vecino o de la propia comunidad familiar.

Un hombre mira a la cámara con la cabeza gacha y sonríe.

Anthony Perkins interpreta a Norman Bates, ¿un hombre normal? Imágenes supremas

A partir de ese momento, el horror se hizo más íntimo: un motel de carretera, una casa en las afueras y la propia infancia podían convertirse en escenarios de pesadilla. Películas como La matanza de Texas (1974) o Halloween (1978) reforzaron ese sentimiento. Su violencia atestigua la desconfianza y el malestar en Estados Unidos después de la guerra de Vietnam y la crisis económica de la década de 1970: lo que parecía seguro (el hogar, la comunidad) podía volverse mortal.

Esta invasión de lo cotidiano continuó hasta los años ochenta, una década de consumismo, cultura pop y miedo al crimen urbano, donde el género se llenó de ruido, sangre y espectáculo. Freddy Krueger, Jason Voorhees y el muñeco Chucky se han convertido en íconos de la cultura pop, junto con máscaras y frases ingeniosas.

Pero en medio de los excesos, hubo cineastas que exploraron más terrores psicológicos: El resplandor (1980) convirtió al padre en un monstruo, mientras que La cosa (1982) reflejó la paranoia y el aislamiento de la Guerra Fría, donde el enemigo podía estar más cerca de lo que pensábamos. Lo realmente espeluznante no fue la criatura, sino la posibilidad de que estuviera dentro de nosotros.

A finales de los años noventa, este cine se vuelve autorreflexivo. Scream (1996) jugó con clichés y los hizo parte del entretenimiento; el espectador ya era cómplice. Este conocimiento de las reglas del juego allanó el camino para un nuevo tipo de terror: uno que usaba la cámara y la estructura narrativa para hacer que el miedo pareciera más real y relacionable para el espectador.

En el nuevo milenio, el género empezó a experimentar con nuevas formas de asustar. El found footage surgió con The Blair Witch Project (1999) y luego Paranormal Activity (2007), que convirtió el terror en algo casi documental, revelando la ansiedad de una sociedad cada vez más monitorizada, hiperconectada y acostumbrada a utilizar imágenes de la realidad a través de cámaras y teléfonos móviles.

También ha habido un aumento en las remakes estadounidenses de clásicos japoneses como The Ring (2002) o The Scream (2004), que introdujeron a Occidente en una atmósfera de terror, basada más en el silencio y la sugestión que en los sustos fáciles. Coincidió con una apertura cultural global y un interés por historias que venían del exterior, mostrando un mundo interconectado donde lo desconocido podía venir de cualquier parte.

El arte de la intimidación hoy

Así, tras la experimentación formal de los primeros años del milenio, el género se abrió con propuestas que no sólo impactaban al espectador, sino que también comentaban la sociedad y exploraban la psicología humana.

La década de 2010 fue un punto de inflexión. Productoras como A24 y Blumhouse optaron por un terror más ambicioso y original. Por ejemplo, Let Me Out (2017) convirtió el miedo en un comentario social directo sobre el conflicto racial y la polarización política.

En la década de 2020, el género continúa expandiéndose en todas direcciones. Películas como Bárbaro (2022) o Hablama (2023) juegan con las expectativas del espectador, construyendo reveses radicales en el contexto de incertidumbre global: pandemias, crisis climáticas y cambio tecnológico acelerado. También vemos el resurgimiento del folk horror en propuestas como Men (2022) o The Witch (2015), donde lo rural y lo ancestral vuelven a ser fuente de amenaza, recordando cómo la modernidad puede despertar miedos arcaicos.

Durante los últimos tres años, el género ha seguido explorando nuevas formas de escapar de lo espeluznante: It Lives Inside (2023) combina horror sobrenatural y exploración cultural, mientras que The Substance (2024) ofrece una sátira que critica la industria del bienestar. Incluso Robert Eggers presentó su reinterpretación gótica del clásico Nosferatu (2024), y en 2025, Weapons introdujo una narrativa fragmentada sobre la desaparición de niños, mezclando horror psicológico y social mientras habla de la infancia, la vigilancia y la seguridad en la vida cotidiana.

Un niño con la sonrisa pintada mira a la cámara mientras sus compañeros duermen en sus pupitres.

Imagen de Armas de Zach Cregger (2025). Warner Bros.

Estas producciones muestran que el cine de terror continúa adaptándose, mostrando ansiedades contemporáneas y ofreciendo nuevas perspectivas a las audiencias. Lo que permanece constante es nuestra necesidad de mirar, quizás porque lo consideramos un laboratorio emocional. Nos permite practicar el miedo sin consecuencias, sentirlo de forma segura y controlada. Cuando se apaguen las luces, podremos afrontar lo que más nos perturba (la muerte, el caos, la desintegración familiar, el fin del mundo) y salir ilesos.

En un presente lleno de amenazas difusas, desde pandemias hasta crisis climáticas, el género sigue evolucionando para darles forma. Por eso cada Halloween volvemos a los cines en busca de ese escalofrío. Puede que ya no haya vampiros encapuchados ni lobos aullando a la luna, pero un vecino perturbador, un monstruo invisible o el silencio en una casa demasiado silenciosa todavía funcionan. Y tal vez por eso el terror nunca muere: porque siempre encuentra una nueva cara para nuestros miedos.


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