República Dominicana quiere eliminar los vertederos a cielo abierto para modernizar su sistema de residuos. Pero entonces, ¿qué pasaría con las más de 12.000 personas, muchas de ellas inmigrantes haitianos indocumentados, que dependen de la basura para sobrevivir?
A las ocho de la mañana, el vertedero de San Pedro de Macorís, municipio ubicado al oriente, amanece cubierto de humo. No hay vallas, ni árboles, ni sombra. Sólo montañas de humo mezcladas con el calor del trópico. Decenas de personas caminan sobre la basura con bolsas al hombro y botas de goma gastadas. Buscan latas, cobre, cartón, plástico, tela y hasta restos de comida. Quieren lo que nadie más quiere.
Entre ellos se encuentra Kiko, que trabaja allí desde pequeño. Tiene 30 años y conoce el lugar como en casa:
“Mi madre siempre iba al vertedero. Le rogaba que me llevara con ella. La primera vez que fui debía tener ocho años. Para mí era como un juego, como un parque de diversiones… y, mientras tanto, fue pasando el tiempo. Así me hice buceador, no queriendo serlo, pero lo hice, porque estoy con ellos y hago una vida para ellos”.
Hoy, como muchos otros, Kiko teme que este mundo desaparezca. Un mundo invisible pero vital, del que dependen más de 12.000 personas en toda República Dominicana. Son “buzos”, como se les conoce localmente, que buscan entre los residuos para recuperar y vender materiales reciclables.
Muchos de ellos son haitianos indocumentados o hijos de haitianos nacidos en bateyes, antiguos asentamientos cañeros que hoy sobreviven como comunidades empobrecidas, resultado de una economía en decadencia que ha dado paso al sector servicios y, sobre todo, al turismo.
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Ley necesaria, amenaza inesperada
El turismo bate récords en República Dominicana: más de 11 millones de visitantes en 2024, cifra histórica que impulsa el consumo, y con él la generación de residuos.
¿Pero adónde va toda esa basura?
Cada año se generan en el país más de siete millones de toneladas de residuos sólidos. Sólo el 7% se recicla. El resto termina, en su mayoría, en vertederos a cielo abierto: hay 358 en todo el país, muchos de los cuales carecen de controles sanitarios y ambientales. No es casualidad que el país ocupe el puesto 165 en el índice mundial de gestión de residuos.
Ante este escenario, en 2020 el Congreso aprobó la Ley General de Gestión Integral y Procesamiento Conjunto de Residuos Sólidos (Ley 225-20), que pretende transformar completamente el sistema nacional de residuos. Entre sus medidas más ambiciosas se encuentra el cierre progresivo de al menos 30 vertederos a cielo abierto como parte de una transición hacia una economía más limpia y formalizada.
La medida, en principio, parece necesaria. Pero tiene un lado oscuro: no considera mecanismos efectivos para la integración de los recicladores informales -buzos- que viven y trabajan en estas zonas. Tampoco reconoce el peso social y económico que estas redes informales representan para miles de personas.
Sin medidas claras de inclusión, el cierre de vertederos podría dejar a miles de personas fuera del sistema, sin ingresos, sin recursos y sin alternativas reales para sobrevivir.
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Kiko, de 30 años, recolecta y vende metales reciclables que las industrias locales convierten en nuevas materias primas, fomentando una economía circular. Raúl Zecca Castel Vive al margen, pero con dignidad
La vida en un vertedero es dura. Kiko lo sabe:
“Trabajar aquí es muy arriesgado. Cuando metes las manos en una bolsa te pueden apuñalar con una jeringa o cortarte con un vidrio. Sientes náuseas, vomitas. A veces no puedes resistirte a las moscas. He visto muchas cosas feas, la verdad… Aquí encontramos bebés recién nacidos, muertos, tirados a la basura. Además, la gente asesina, asesina”.
Y, sin embargo, Kiko prefiere estar ahí. Porque, según admite, pese a todo, en ese lugar que otros evitan, encontró una manera de vivir -y de ser- que no cambiaría por nada.
“Me gusta trabajar en el vertedero. No les diré que no, porque crecí allí, siento que pertenezco allí. A mucha gente le parecerá asqueroso, pero yo nací y crecí allí: no me importa. Prefiero trabajar aquí que cortar caña. Aquí se gana en un día lo que hay en una semana. Y uno está solo. Aquí nadie dice quiénes son jefes, no hay nada que hacer. Hay mucho que hacer jefes”.
Más que un basurero, el vertedero es un espacio de libertad para muchos. Autonomía incierta, sí, pero real. Porque ese lugar lleno de riesgo, despilfarro y silencio les ofrece algo que nunca tuvieron afuera: libertad, respeto, sentido de pertenencia.
Así lo confirma también Altagracia, una mujer de 48 años que antes plantaba caña y ahora recoge ropa de segunda mano para revenderla en Bateies:
“Aquí hay respeto. Todos somos iguales en el basurero. Si te respetas a ti mismo, los demás te respetan. Eso me gusta. Me siento como una familia aquí”.

Altagracia, de 48 años, madre de cuatro hijos, trabaja en un vertedero y recolecta ropa usada para venderla en bateies provinciales, logrando independencia económica. Raúl Zeca Castel
Nairobi, de 24 años, también encontró algo que nunca imaginó en el basurero: el amor. Llegó allí después de salir vendiendo alimentos en las plantaciones de caña de azúcar, un trabajo que no le permitía vivir, donde “la gente compraba a crédito y luego no podía pagarme”. Lleva tres años reciclando plástico y cartón.
Su pareja, que ya no puede trabajar tras el ataque, cuida al niño mientras ella se gana la vida bajo el sol. Lo dice con una sonrisa tranquila, como si todavía no lo creyera:
“Peleamos mucho, pero ya sabes, hablando y hablando, acabamos enamorándonos. Esas son las cosas que pasan… Y míranos ahora: llevamos un año juntos y tenemos un hijo”.
Hogares, amores y proyectos se construyen sobre el vertedero, entre los desechos y los abandonados. Allí, miles de personas -invisibles para el sistema- encuentran nuevas formas de vivir, resistir, reinventarse. Pero esta frágil red de autonomía y dignidad se basa en cimientos inestables: falta de papel, discriminación estructural y el riesgo constante de ser expulsado.

Nairobi (24) apoya a su marido discapacitado y a su hijo de un año recogiendo plástico y cartón, materiales más ligeros que el vidrio y menos peligrosos que el metal, pero también menos rentables. Raúl Zeca Castel
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El precio de la informalidad
“Hay mucha gente como yo que no tiene documentos. No podía ir a la escuela por falta de documentos. Y sin documentos no se puede hacer nada”, explica Kiko. Su caso no es único.
Según el Movimiento Nacional de Recicladores de República Dominicana, entre el 60% y el 70% de quienes trabajan en vertederos no cuentan con autorización migratoria. Por lo tanto, no pueden integrarse como “proveedores de servicios” en el nuevo sistema de gestión de residuos propuesto por la Ley 225-20. Son trabajadores informales, pero también ciudadanos invisibles, excluidos de todos los derechos.
A esto se suma un fenómeno aún más alarmante. Las autoridades dominicanas han repatriado a más de 180.000 haitianos en los últimos seis meses, en medio de una creciente ola de xenofobia y tensiones binacionales.
Ley 225-20 busca modernizar el país, hacer más limpia la economía del reciclaje. Pero si no se abordan las barreras estructurales (falta de documentación, discriminación, estatus migratorio), cerrar los vertederos no será una victoria ambiental, sino una condena social para miles de personas.
Nairobi gana cuatro euros al día. Como él mismo admite:
“No quiero que mi hijo tenga que trabajar aquí. Quiero que estudie y decida qué quiere hacer. Pero ahora… sin documentos no hay otra opción”.
Kiko canta, escribe canciones, inventa escenarios:
“Tal vez llegue el día en que me haga famoso. Nadie sabe si todavía estaré aquí. Hoy sí, mañana tal vez. Pero quién sabe qué puede pasar”.
Cerrar un vertedero sin abrir alternativas reales no es un progreso. Es también un desperdicio de quienes viven entre desechos, pero – cada día – luchan por su dignidad. Como Kiko. Como Nairobi.
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