El final de la vida de una persona requiere cuidados acordes a la complejidad de este proceso único e irrepetible. Los cuidadores informales (familiares, amigos o personas con vínculos afectivos), los cuidadores formales (aquellos que reciben una compensación por su trabajo) o los profesionales de la salud (principalmente equipos especializados en cuidados paliativos) forman la red básica para reducir el sufrimiento y garantizar un apoyo adecuado al enfermo durante el proceso de morir.
Sin embargo, brindar esa ayuda no es inofensivo y puede tener “efectos secundarios” para todos los involucrados.
Contagio emocional y “fatiga de compasión”
Al cuidar a una persona con una enfermedad avanzada, es fácil concentrarse en observar y aliviar las necesidades que tiene o está experimentando. Incluso hay quienes son capaces de predecir su apariencia. La desventaja es que centrarnos así en los demás puede hacer que perdamos de vista nuestras propias necesidades. “¿Qué necesito para estar bien?” Es una pregunta que puede parecer egoísta o inapropiada en estas circunstancias, pero es fundamental si queremos garantizar una atención de calidad y no extendernos demasiado.
A menudo la experiencia de enfermedad, fin de la vida y pérdida de un ser querido activa un cóctel de emociones: sufrimiento, hostilidad, ira, culpa, vergüenza, amor, esperanza, decepción, gratitud, etc. Como seres humanos empáticos, no somos inmunes a ninguno de esos sentimientos. Si el cuidador no tiene la formación o las habilidades de gestión adecuadas, puede vivir un tsunami emocional que genere confusión y deje una huella psicológica duradera y difícil de borrar.
El burnout por empatía o “fatiga por compasión” sería el equivalente al burnout o “síndrome de burnout” en aquellas profesiones donde se establece la relación de ayuda. Estar en contacto constante con el sufrimiento puede hacer que los profesionales se sientan agotados y pierdan el sentido de su trabajo o incluso la capacidad de crear una relación terapéutica con sus pacientes.
Estar constantemente expuesto a la incertidumbre de desarrollar una enfermedad y, en última instancia, la muerte puede generar impotencia, desamparo (o falta de control sobre las circunstancias) y preocupación constante. Además, la fragilidad y la muerte hacen del cuidador una cuestión de su propia existencia. En otras palabras, es común tener dudas y preguntas como ¿cuál es el sentido de la vida? ¿O cuál es el propósito del sufrimiento? Si bien es cierto que estas reflexiones pueden conducir a grandes aprendizajes, al mismo tiempo pueden abrir un camino introspectivo difícil de recorrer solo y sin seguridad.
Y finalmente, el cuidador también puede experimentar duelo anticipado, un proceso de duelo o dolor que comienza antes de que ocurra la muerte de un ser querido. Suele ir acompañado de preocupación por el futuro y sentimientos de culpa, ira e injusticia. Aunque se trata de emociones que nos preparan para la pérdida, pueden dificultar la tarea de cuidar y no proporcionan un mejor proceso de duelo después de que ha ocurrido la muerte. Atravesar esa anticipación, aceptar lo que está sucediendo, requiere una mirada compasiva del otro y de uno mismo.
Espacios para cuidar de tus propias necesidades
Para paliar todos estos posibles “efectos secundarios” existe un antídoto: el autocuidado. Esto ayuda a preservar pequeños espacios para hacer y atender las propias necesidades, ya sean físicas (como comer sano, ducharse o hacer ejercicio), psicológicas (meditar, realizar actividades significativas…) o sociales (compartir con los demás, dejarse ayudar…). Crear un espacio de conexión donde recordemos que nuestro bienestar es tan importante como el bienestar de los demás.
En este sentido, el autocuidado también puede considerarse un acto de responsabilidad, ya que el malestar del cuidador afecta al paciente. Es decir, cuidándonos a nosotros mismos somos capaces de generar una especie de efecto mariposa que mejora el cuidado que podemos ofrecer a los demás.
Además, sabemos que aquellos profesionales que son capaces de generar un cambio en cuanto a su rol y su contribución a aliviar el sufrimiento de los demás tienen un menor riesgo de sufrir fatiga por compasión. Este fenómeno se conoce como placer de compasión.
Si un profesional toma conciencia de sus límites, valora su esfuerzo por cuidar de los demás, celebra sus logros e incluso amplía su perspectiva y se siente parte de un bien mayor, podrá compensar ese desgaste a través de la empatía.
Aplicado a los profesionales de cuidados paliativos, esto dejaría claro, por ejemplo, que el objetivo no es curar al paciente sino aliviar su sufrimiento; ser consciente de lo que fue posible lograr (reducir significativamente el dolor físico, emocional o espiritual del paciente); y sentir que están contribuyendo al bienestar de la sociedad mejorando la calidad de vida de las personas (y de sus seres queridos) para el resto de sus días.
Junto con las pautas de cuidado personal, esta lectura ayudará a inclinar la balanza profesional más hacia la satisfacción que hacia el agotamiento. Esto le brindará mayores recursos para afrontar situaciones de alto impacto emocional y le ayudará a redefinir el significado de su propio rol.
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