La pérdida no sólo duele: arruina el mundo. Después de la muerte, no sólo desaparece la persona, sino también la red de gestos y significados que sustentaban la vida. El duelo es ese proceso que intenta restaurar el significado.
Durante décadas, la psicología cultural ha demostrado que el duelo no se trata de “superar” sino de renovarse. En lugar de cerrar la conexión, muchas culturas buscan seguir hablando con los muertos, manteniéndolos presentes en historias y objetos. Las mediaciones culturales –una tumba, una fotografía, un poema, un perfil digital– son los puentes que nos permiten continuar en relación con lo ausente, rehaciendo la historia a partir de lo roto.
Muchas formas de acompañar a los muertos
El mundo está lleno de lenguajes para la tristeza. En Madagascar, las familias celebran la famadihana o “rodar los huesos”, una reunión ceremonial en la que se desenrollan los cuerpos de sus antepasados, se cambian sus mortajas y se baila con ellos.
Fiesta de la gloria en Antsirabe (Madagascar). Vladislav Belchenko/Shutterstock
En Japón, muchas familias mantienen en casa un butsudan, un pequeño altar budista con tablillas de sus antepasados, los llamados ihai, que se colocan en el altar con el nombre y la fecha de muerte del difunto. Allí se ofrecen flores o incienso como forma de sostener su presencia.

Butsudan en Goshogawara (Japón). Wikimedia Commons, CC BI
En Ghana, los funerales pueden durar días y reunir a cientos de personas; Los ataúdes están grabados con formas simbólicas (peces, herramientas) que representan la historia o profesión de la persona que murió.
En México, el Día de Muertos celebra el regreso simbólico del difunto al mundo de los vivos. En hogares y cementerios, se construyen altares con flores, pan, velas y artículos personales, mientras las familias se reúnen en medio de música, comida y calaveras literarias que conversan con humor con la muerte.
En los Andes, entre las comunidades quechua y aymara, la muerte se entiende como un retorno al territorio. Los cuerpos son confiados a la tierra o al agua donde nacieron, a medida que cambia la conexión entre el hombre y el paisaje. Las cosmologías, silenciadas por la colonización, recuerdan que morir también puede significar regresar al tejido que nos sostiene.
Estas prácticas muestran algo importante: no existe una única forma de llorar. Cada cultura ha inventado herramientas para transformar la ausencia en relación y la memoria en cuidado.
Europa y la pérdida del lenguaje del duelo
En gran parte de Europa, el duelo se ha vuelto más íntimo y menos visible. La muerte suele ocurrir en instituciones, lejos de los espacios domésticos, y muchos de los rituales que alguna vez acompañaron a la pérdida se han diluido.
La discreción ha reemplazado en gran medida las formas colectivas de perdón. En España, como en otros países europeos, todavía es difícil hablar del duelo y de la muerte sin sentirnos incómodos. Iniciativas como el Festival La Vida al Final de la Vida invitan a la ciudadanía a participar en actividades artísticas y abrir debates sobre ellas.
Pensar el duelo desde una perspectiva descolonial implica también reconocer que no todas las muertes tienen el mismo peso, ni que todas las culturas tienen el mismo derecho a elaborarlas.
Las historias coloniales de desplazamiento, racismo o violencia estructural han causado un dolor irreconocible: migración forzada, personas desaparecidas, ciudades enteras despojadas de sus rituales.
La modernidad colonial gobernó no sólo los cuerpos, sino también la muerte: decidió cuáles eran dignos de duelo y cuáles podían olvidarse. Ante esto, muchas comunidades han hecho del duelo una forma de resistencia.
Madres de desaparecidos que marchan con fotografías de sus hijos o altares fronterizos improvisados encarnan una práctica afectiva que no busca cerrar la herida, sino mantenerla unida para reconocer la violencia que la produjo y recuperar la capacidad de cuidar más allá de los marcos coloniales.
Nuevas mediaciones, viejos recuerdos.
En el siglo XXI, el duelo también se ha trasladado a los espacios digitales. Las redes sociales albergan memoriales, perfiles donde los vivos siguen escribiendo a los muertos y los llamados robots de la muerte -programas que reproducen la voz o los mensajes de una persona fallecida- extienden estas conversaciones más allá de la vida.
Pantallas, rituales, cuerpos, paisajes… todos median la continuidad entre la vida y la muerte. En esta variedad de mediaciones -ancestrales o tecnológicas- se manifiesta la misma necesidad: seguir hablando a lo ausente, aunque el lenguaje cambie.
Mirar el duelo desde una diferencia cultural y desde una herida colonial no significa idealizar otras prácticas, sino recordar que llorar es también un acto de conocimiento y justicia.
Cada cultura encarna una forma de relación con el tiempo y la memoria, y todas reconocen que el dolor, cuando se comparte, reconstruye la comunidad.
En un mundo que acelera el olvido, el duelo puede ser una forma de resistencia: una práctica que restaura la lentitud, la conexión y el significado. Morir no es lo mismo en todas partes. La memoria tampoco.
En la forma en que cada sociedad aborda la pérdida, se revelan sus ideas sobre la vida, la justicia y el mundo. El duelo, lejos de ser una enfermedad del alma, es una mediación entre la memoria y el futuro, entre la ausencia y la continuidad de la vida.
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